Foto. Leonor Montañés Beltrán.

Ella era habitualmente hermosa. Hermosa y tranquila. Tranquila y paciente. Verla era un regalo para los ojos, un toque de belleza para el paisaje sobre el que se posaba. Era extraordinaria -con todo lo que ello significa-, fuera de lo ordinario, fuera de lo común.

Pero había momentos en los que hervía por dentro. No hacía falta mucho, o sí: el vuelo de una mariposa, una palabra bonita, una caricia, un beso, algunas cosas, superfluas para el mundo, pero que a ella le hacían vibrar.

Y cuando hervía mis manos entonces hurgaban en su pelo, bajaban por su cuerpo y desnudaban su piel, ya impaciente. Y me fundía en sus pechos, ya ardientes, y descifraba lo que quería decirme su boca, y entendía los abrazos, y aprendía a escuchar sus silencios.

Y su eterna tranquilidad de a veces se tambaleaba. Imponente.

De vez en cuando me mudaba a su cuerpo, que se volvía trémulo cuando me enredaba en sus piernas, que hacía temblar mi voz, que cerraba mis ojos, que impregnaba mi piel con su aroma. Un aroma que era como lava que me bañaba, que me achicharraba de sur a norte.

Busco metáforas para descubrir su lengua, pero es tan sencillo como decir, simplemente, que su lengua era fuego. Fuego fatuo. Magma.

Ella era habitualmente hermosa. Hermosa y tranquila. Pero a veces entraba en erupción. Y entonces sus labios me arrancaban de la boca los deseos, y nos decíamos las cosas que teníamos que decirnos todavía, en voz baja, susurrando. Y le salía un sonido de dentro que hacía eco con los gemidos y me hacía cruzar sus piernas como una colada de piel incandescente.

Fluía, entonces, cuando salían de su boca esos besos que todo lo invadían y me deshacían a pedazos. Justo entonces mi cuerpo buscaba la pequeña muerte, justo entonces la luz, encendida ya, de sus manos hacía flamear mi cuerpo entero, justo entonces las caricias producían fiebre.

Ella era habitualmente hermosa. Hermosa y tranquila. Pero se convertía en un volcán mientras nos amábamos.