Publicado el: Mié, 3 Ago, 2022
Opinión

Una historia, tal vez de amor

No sé por qué me ha venido esta historia a la mente, seguramente sea consecuencia de alguna otra historia parecida que he leído en mi afán por devorar historias. El caso es que me ha asaltado el recuerdo y que me apetece compartirlo con vosotros.

Ella se llamaba Rosa, y parece que la estoy viendo. Anciana malas pulgas y, por suerte para su marido, un poco sorda. De él no recuerdo el nombre, yo lo tengo en la mente como si se llamase Pedro, pero no puedo asegurarlo. Vivían en Chiclana de la Frontera, en el número trece de la calle Huerta Chica. Era entonces finales de los noventa, principio de los dos miles.

Se llevaban como el perro y gato. Imaginad dos cascarrabias, con un mal carácter agravado por los años, por el cansancio, por las arrugas, por la confianza. Yo no los conocía, supe de ellos ya atacados por el virus de la senectud, pero era fácil adivinar que llevaban toda la vida juntos. Eran los dueños de la casa de la que eran inquilinas las dos mujeres que vivían en el piso de arriba. Una señora de casi sesenta, venida a menos, que había vivido bien toda su vida y al que una traumática separación la dejó en la ruina económica y le había dejado graves trastornos de convivencia. No la recuerdo como una mala persona, lo que le pasaba es que no sabía vivir.

Compartía piso con su hija, de treinta y tantos, con la que a veces, demasiadas veces, ni siquiera se hablaba, pero volvamos a Rosa y Pedro, de las otras ya os hablaré cuando quiera recordarlas.
Pues como decía, supe de ellos cuando ya eran mayores, cuando apenas hablaban, solo para discutir y para insultarse uno al otro, o viceversa. Por eso decía lo de la sordera de Rosa, porque ello le impidió oír algunas de las cosas que Pedro le decía. ¡Cuántos recuerdos!

Pero un día llegó la muerte. A él se le gastó la vida y emprendió el camino. Se fue sin hacer ruido, sin agonizar. No sé si tenía alguna enfermedad, pero al parecer el aire rumoreaba que la muerte fue repentina, que no había indicio ninguno de semejante presagio.

Y entonces Rosa se quedó sola. Ya no se oía la voz de Pedro entrando por la ventana hasta el piso de arriba, ya no se oían sus zapatillas arrastrando el peso de su alma, ya se paró de pronto la trapisonda habitual que, quedó demostrado, solo era señal de que había vida.

Y entonces Rosa se quedó tan sola que no pudo soportarlo. Y justo una semana después falleció. Todos suponen que murió de pena, porque no había tampoco motivos para pensar otra cosa. Era toda una vida juntos, tanto tiempo que ni siquiera la muerte pudo separarlos.

Sobre el autor

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