Publicado el: Sáb, 10 Jun, 2017
Opinión

Que le quiten lo 'bailao'

Foto Ignacio Escuin.

Después de tantas noches de juegas, de borracheras y de borrachos, de señoritos y señoritas, de flamenco, flamenco; de noches de “Cabiria” y de cabales, buenos cabales. Después de tantos años luchando por su Venta, María Picardo, consorte de Juan Vargas, una de las cosas que recordaba con más cariño, es el sueño que se pegó Juan, el Cojo Farina, en su brazo, esperando la oleada de clientes de las tres de la madrugada…

La Venta de Vargas de La Isla de San Fernando,  había conseguido gracias a la intervención del gobernador civil de aquella época, Salvador Guillén Moreno, un permiso de veinticuatro horas como auxilio en carretera, de esa forma el restaurante que estaba enclavado en la orilla de  la carretera nacional cuarta  Madrid-Cádiz, se hacía responsable de la dispensa de un vaso de agua, un cuarto de baño o de cualquier otra cosa que el viajante demandara en sus desplazamientos. Esta claro que el estar abierto significaba también cenas tardías, borrachos y peleas. Ese permiso otorgaba a la Venta el lujo de ser el único lugar en la Bahía de Cádiz que estaba abierto a partir de las tres de madrugada y por consiguiente el único lugar donde el noctámbulo iba a encontrar un lugar hostelero que atendiera sus necesidades.

A sabiendas de ese “pelaje” que se daba cita en el local, ávidos de gastar y pasárselo en grande, el restaurante los esperaba con todas sus mejores viandas y vinos; con todos sus camareros de guardia y con un elenco artístico de primera. El “Beni” de Cádiz, Joselito de Chiclana, Chano Lobato, Gineto, El “Bohiga”, Chiringuito de La Isla, Manuel Monje, Rancapino, El “Cojo” Farina, Chato de La Isla, Alvarito y casi al final de esta época apareció un niño que rompería las murallas del cante, Camarón de La Isla.

Juan Farina tenía algo, eso era indiscutible, ese gitano era especial. Aún a sabiendas de su problema físico, Juan manejaba el baile flamenco con sabiduría y compás. Era el director espiritual de todos y sus consejos, sus hábiles palabras, abrían grandes espectros de luz en los problemas de sus amigos. Y  no era porque el no los tuviera, porque cada mañana, como él decía, se levantaba antes el hambre que el sol y su deber era alimentar a su extensísima prole.

El procedimiento en el colmao flamenco era fácil, esperar la “madrugá” que era cuando llegaban los “jurdores” y localizar al cabal o señorito que demandara flamenco. De esa forma y en un santiamén se formaba una juega flamenca de categoría y que al final acababa con un billete en el bolsillo de la chaqueta. Eso si, también había algunas veces que el demandante se hacía el tonto y el momento flamenco acababa en nada.

La Venta de Vargas y otras ventas de los contornos desempeñaron ese papel acogedor para los flamencos, sobre todo en los años de posguerra donde los teatros y compañías se habían extinguido. Allí cantaban, bailaban y hacían su vida. Allí aprendían unos de otros en los momentos de asueto, compartían cantes y bailes, hablaban de cantaores, de palos y formaban lo que se ha dado en llamar una universidad flamenca. Y allí,  Juan Farina ejercía de maestro, sabía a la perfección todo lo concerniente a este arte y profesaba un magnífico don para el aprendizaje. Además los versos y rimas eran su fuerte y sus composiciones flamencas  muy gitanas.

Además su carácter afable y cordial dibujaba un personaje primordial en el quehacer de la Venta, donde todos adoraban su forma de comportarse y de ayudarse. Mantuvo una bonita amistad con el Chato de La Isla y en general con todos. Incluso fue uno de los primeros que alabo las hechuras flamencas de Joselito Camarón.

Cuentan que contrataron al Chato para una actuación flamenca en un chalet de la barriada Santa Bárbara que está aún enclavada frente al Observatorio de Marina. Le pidieron un cantaor, un guitarrista, unos palmeros y un bailaor o bailaora. El Chato confió el trabajo a Juan Farina y otros flamencos. Cuando llegaron al chalet los contratantes vieron la dificultad del bailaor para andar y rechazaron al cuadro flamenco, alegando que ese señor no estaba en condiciones de trabajar. Rápidamente el Chato salió en su defensa y defendió su arte. Juan demostró su compás y gitanería, bailó mejor que nunca ese día y dejó maravillados a los incrédulos aficionados.

Como decía antiguamente, el arte no tiene fronteras y este dicho se cumplía a la perfección con este carismático artista chiclanero que mereció más en el mundo flamenco y que su memoria sigue viva en el recuerdo de su familia y de las personas, ya ancianas, que recuerdan su arte, su baile y su flamencura.

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