Publicado el: Sáb, 6 Mar, 2021
Opinión

El dueño del mundo

Inscripción en Punta Cantera, San Fernando. Foto Eduardo Formanti.

En ocasiones el hombre tiene minutos de conciencia, donde su poderosa arrogancia se tambalea y fluyen en su mente todo tipo de malos augurios. Son momentos breves y pasajeros, momentos en los que mira receloso al cielo que le manda huracanes y pisa con miedo la tierra que tiembla bajos sus pies, temeroso de que todo lo que ha acumulado en su larga vida se pierda en apenas unos segundos.

Pero, pasado el fervor de la tragedia, se vuelve a sentir como el que siempre fue: el amo absoluto de la Tierra, a la que, como un dios menor, intenta transformar a su imagen y semejanza. Tal es la cólera que ha sembrado sobre su reino que no hay criatura que no sienta miedo al atisbar su sombra, que no sepa que el rey de la creación ejerce su soberanía con la más despiadada de las tiranías.

Este afán de dominio, este desbordado deseo de adquirir cuanto le rodea, es algo que el hombre lleva en sus genes desde sus más tempranos orígenes. Una enfermiza pasión que carga sobre sus hombros, con más pena que gloria, desde que el homo neanderthalensis plasmara el negativo de su mano a la entrada de la cueva, para dejar constancia de quién era el nuevo dueño del Mundo.

Desde los albores de la Historia, el hombre ha sentido la necesidad de dejar constancia de su pasó allá por donde caminara, bien fuera en una corteza de un árbol o en los recios muros de una fortaleza. No ha podido resistirse a la tentación de inmortalizarse, aunque fuera en un mustio rótulo.

Su historia es el intento desesperado y suicida por conseguir la potestad sobre todas las cosas que pueblan la Tierra, inclusive el propio hombre. Cada paso que ha dado lo ha hecho apropiándose de algo que no le pertenecía y a lo que le ha asignado, con asombrosa inmediatez, un nombre viejo y un precio nuevo.

Sin embargo, por más que el hombre se empeñe en apropiarse de todo lo que no es suyo, tarde o temprano, la Naturaleza siempre le recuerda, bien sea a través de huracanes, temblores de tierra, o un minúsculo virus, aquella sentencia que los esclavos le gritaban en las grandes procesiones triunfales al magnánimo emperador romano, cuando con el rostro teñido de rojo, simulando al mismísimo dios Júpiter, caminaba hacia a su templo para ofrecer un sacrificio por su última victoria. “Respice post te! Hominun esse te memento!” le vociferaban al nuevo dueño de sus tierras y sus vidas: ¡Mira detrás de ti! ¡Recuerda que sólo eres un hombre!

Sobre el autor

- A veces las apariencias no engañan y todo es lo que parece.

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