Publicado el: Dom, 19 Jul, 2020
Opinión

Juan el Caña

Foto. José Manuel Fernández-Andes.

Les presento a Juan. Como comprobarán, por una vez, no hablo en pretérito.

Juan es un isleño de esos que nacieron en la posguerra que trabaja en un bar de la Zona Franca gaditana. Todos en su trabajo le llaman «el Caña», pero no porque despache cervezas, ni por ser de La Isla. No. Sino porque así se apellida: Juan Cañas Román. Pero es cierto que su apellido y el que le denominaran por este le enorgullece.

Más cañaílla que las torres de la Iglesia Mayor; más capillita que el cerrojo de la parroquia de la Pastora y más carnavalero que febrero, Juan es un enamorado de su tierra. De hecho, lo que más le gusta de Cádiz, argumenta jocoso, es volver a su casa, allá por el barrio del Cristo.

Acérrimo defensor del sentimiento isleño, en los remites de los sobres —al escribir su dirección— nunca indica la provincialidad de San Fernando. Quien no supiera por dónde caía este bastión de la hispanidad que le puso la cara colorada a los franceses, no tenía idea de geografía ni de historia. De hecho, para él, aunque no fuese esa la razón, que la calle Real tuviese tal título era marca de fuego en la memoria local que, una vez, La Isla de León fuese capital del Reino; allá cuando los de la erre vaga —la egge— intentaron entrar por el Puente Zuazo y exclamaran: «¡Merde spagnol!».

Socio del CD San Fernando desde que tenía dos años de edad, no comprendía cómo teniendo equipo propio había quien se hacía seguidor del Barcelona, del Real Madrid, ¡o del Cádiz! De lo que se queja, eso sí, es de lo lejos que le queda el estadio ahora, con lo cerquita que estaba el Marqués de Varela.

De católicas maneras, cree que un buen isleño debe rezarle al Nazareno y colgarse el escapulario del Carmen. Costumbre obligada era, camino de ida y vuelta de su trabajo, cada día, pasar por el callejón Croquer y persignarse bajo el arco del que penden sendos cuadros de estos fervores populares.

En su personal cruzada por dar a La Isla el lugar que los políticos locales no supieron darle; acudió incluso al Obispado para que este promoviera ante la curia vaticana hacer del collado ursoniano (El Cerro) un sitio de peregrinación al haber sido lugar de martirio y de promulgación de la Fe cristiana «un día que los romanos pasaban por aquí», asevera con convicción y mucha sorna, y dieron hierro a los dos díscolos hermanos, Servando y Germán. A día de hoy sigue acompañando a la Romería de los santos y comiendo piñones, almendras y nueces donde el muro lateral de la ermita.

El hombre se considera devoto de tapeo diario en Los Gallegos, donde se consagra a su ensaladilla, acompañada al gañote por un Ribeiro; aunque echa de menos las reuniones parroquianas en La Diana o La Alhóndiga. Recuerda nostálgico el famoso sacaculos —a base de carne mechada en aceite— que servían en el Patio del Maestro Luis.

Según él, en lo que se corresponde al buen yantar, los chocos de la Casería, las doradas de Gallineras, las tortillitas de camarones, las bocas y ostiones, el bienmesabe, los fideos con caballa ... son, y han ser elevados oficialmente, Bien de Interés Cultural y Gastronómico.

Aboga por la lingüística isleña: él no dice picha, sino vieho. No va a El Deán, sino al Ardeán. Cuando iba a pescar no compraba gusanas, sino biñocas. No usa el autobús, sino el Chulo o la Carterilla. No paraba en bares, sino en güichis. Y así un diccionario completo.

Alardea, con mucha guasa, sobre aquello de que San Fernando posee el coso taurino más grande de España, pues no hay forma de llenarlo hasta la bandera.

Juan tiene la ciudad delimitada en sectores perfectamente identificados. A saber:

— La Isla. Que iba de la Pastora a la Casería, y de la Bazán hasta la citada Gallineras pasando, por supuesto y en todo caso, por el casco antiguo y céntrico.

— El Pentágono. Así denominaba a los cinco puntos claves militares situados en la población (La Carraca, Capitanía, Camposoto, San Carlos y los polvorines de Fadricas).

— Cádiz, la nueva. Esto comprendía, en esencia, las urbanizaciones más allá de lo que se denominaba La Isla.

Él no se cambia de acera cuando ve aparecer a Antonio —ese que unos dicen el Loco, el Profeta o el Garve—. Se para a charlar y hasta apoya el razonamiento cuando el susodicho personaje le dice lo de la correa de los japoneses, o lo de las jaulas para los langostinos. ¿Quién sino uno de La Isla sería capaz de aguantarle una cháchara? Como bien sintetiza el mismo Antonio: «Lo que no es, no es».

¡Ah! ¿Qué no saben lo de la correa esa ni lo de las jaulas? Pues ... Pregúntenle a Antonio. Pregúntenle.

Espíritu abierto, nunca se ha señalado anti nada. No como aquellos exaltados en el fútbol, que veían a sus contrincantes como enemigos de guerra. No. Él era proisleño. Crítico, por defecto, con cualquier político que ocupara con sus posaderas los sillones del palacio de la Plaza del Rey; pues desde siempre ha considerado que no habían sabido cuidar la ciudad. Aunque, mención aparte, sentía cierta predilección por Avelino, el primer alcalde que llegó con la democracia, allá por 1979.

«Todavía recuerdo cuando Avelino llegó al Ayuntamiento y prometió cambiar la ciudad, y solo cambió de sitio la feria y los gitanos, el nota» —reía.

Ese es Juan Cañas Román, «el Caña». El paroxismo del isleñismo.

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