Publicado el: Mié, 1 Jul, 2020
Opinión

Difama que algo queda

Foto. Leonor Montañés Beltrán.

Hace tiempo que ya no creo en el ser humano, sin discriminación alguna por razón de sexo, raza, religión, ni nada de nada. Y no creo desde que descubrí palabras disparadas en forma de calumnias, esas calumnias que son las balas de los cobardes. Desde que las he sentido en mis propias carnes, en las tuyas, incluso en las de ellos mismos, que nadie está exento de su propio veneno. Y he sido entonces consciente del arma de destrucción masiva que puede llegar a ser.

Ya en el año catapúm, allá por el 1625, el filósofo y escritor inglés Francis Bacon hizo suya la expresión popular “Calumniare fortiter aliquid adhaerebit” que traducido resulta que la calumnia se adhiere fuertemente a algo, dando origen a una de las expresiones que más verdad encierra. Difama que algo queda, dijo, sabedor el maestro de que el ser humano, sin discriminación, nunca estará exento de las malas lenguas. Las noticias falsas suelen atraer más que las verdades. Hasta tal punto llega que he visto a gente lamentarse de que un rumor fuese falso, cuando han sabido que la verdadera mentira era la maledicencia. No era verdad, pero estoy seguro de que a ellos les hubiese encantado que lo fuera. Todo esto no es más que la erótica de la mentira, la base de una existencia atestada de envidia.
Hace tiempo que no creo en el ser humano, sin discriminación tampoco por su nivel cultural, desde que he sido consciente de la hipocresía y he visto a gente de todas las calañas y raleas escupiendo envidias. Desde el analfabeto hasta el escritor, o escritora, que después de ciscarse en la obra de un colega y luego de ver el éxito de la misma no ha dudado un ápice en sentarse a su lado a alabar su obra y a lavar sus miserias. La ley de la conveniencia, esa misma que ahora le hace limpiar a lametones aquello en lo que antes, como digo, se ciscó.

Y hace tiempo que no confío en mi raza, por su ego, por su yoísmo maldito, maldito como todas las enfermedades del alma.

Por eso, aquí y ahora, y cada vez más, prefiero a los animales, sin la maldad que enseña el raciocinio, sin más interés que el de su propio instinto. Y por eso cuando la tierra se ha quedado sola, sin nuestra dudosa inteligencia, hemos comprobado que somos prescindibles. Sin otras especies en cambio el mundo sería un declive, supongo que porque ellos carecen de todo lo malo que a nosotros nos sobra a raudales. A cualquiera a quien le haya mirado un chucho con su mirada infinita sabrá perfectamente de lo que hablo. Y yo, mientras un perro me mira, me ladra, me aúlla reclamando una caricia y mueve el rabo como si fuera una sonrisa, me doy un festín pantagruélico a costa de la condición humana, sin discriminación.

Sobre el autor

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